martes, 21 de junio de 2011

LA PALABRA

En gramática tradicional, una palabra es cada uno de los segmentos limitados por pausas o espacios en la cadena hablada o escrita, que puede aparecer en otras posiciones, y que está dotado de una función.
Lingüísticamente, el concepto de palabra es mucho más problemático de lo que la definición anterior sugiere. Determinar qué constituye fonéticamente o morfosintácticamente una palabra es un problema abierto, así por ejemplo junto a los morfemas ligados y las palabras léxicas existen los clíticos cuyo estatus de palabra es discutido. La rama de la lingüística que estudia la composición y estructura interna de las palabras es la morfología.


La palabra puede ser estudiada desde distintos enfoques:

Criterio fonológico: Segmento limitado por junturas, pausas o que constituyen el núcleo posible de un grupo acentual.
Criterio formal o morfológico: Mínima forma libre, caracterizada por la posibilidad de aparecer libremente en cualquier posición de la cadena hablada.
Criterio funcional: Unidad dotada de una función, aunque hay unidades mayores y menores que la palabra.
Criterio semántico: Asociación de un sentido dado y un conjunto de sonidos dado dentro de una función gramatical.
Escribir ően forma creadoraő resulta siempre, y en más de algún modo, transgredir. En primer lugar, al silencio (el "abismo de la página en blanco" es la barrera inicial), sin enfrentar al cual no hay voz posible. Y luego por lo menos, también a esa entelequia seudo cristalizada que dormita en los diccionarios. Ya que escribir es usar las palabras, volverlas lengua y cuerpo desde su limbo de pretendida indefinición, contaminarlas con los hedores y los fervores de la vida, justamente. Pero también, en forma no menos insoslayable őy, lo que es tan maravilloso como terrible, al mismo tiempoő, escribir es de algún modo pactar, y hasta transar. Pactar con el lenguaje que nos precede, nos supera y nos envuelve, dejarse llevar por él y por lo que él arrastra: muertos nuestros y de otros, familiares y especie, voces perdidas y lugares comunes, la misma hirviente marea de lo humano.
 

Y siendo la poesía (hoy, por supuesto, ya mucho más que un género) la forma más creadora de escribir, a ella también le tocará entonces transgredir, pactar, transar: antinomias complementarias de las que se alimenta su propia dialéctica, y que no son diferentes a las que mueven también őƑcómo no?ő a la vida misma.

Ello implica no pocas complicaciones. Y hasta no pocas confusiones posibles. Sin norma fija, sin derrotero cierto, en la errancia de su propio (y humanísimo) devenir, las aguas de la escritura poética están hoy libradas a su propio nivel, es más, a sus propios contornos y a sus propios vasos comunicantes. Por eso, quizás, y por supuesto no sólo en estos tiempos, sino en realidad desde hace mucho tiempo ya, la poesía y los poetas han llegado a ser objeto de estudios que quisieran hacer de ella una materia científica o racionalmente mensurable y cuantificable, con los riesgos que son de imaginar, y a veces también con los altos hallazgos conocidos, pero que no pocas veces naufragan en su intento őcuando la intención es demasiado ambiciosaő u obtienen sólo fugaces victorias a lo Pirro (cuando es modesta o sensata la ambición).

 Esos intentos suelen ser encarados también por poetas, es decir por creadores de la misma materia que se juzga, y aunque no se lo puede considerar como una ley, resulta fácilmente aceptable coincidir en que para la mayor parte de los casos los resultados de sus afanes son, por lo general, cuando se logran, más fecundos y menos deletéreos que los de otros.
Por aquellos felices tiempos presocráticos őde los que siempre el inmenso Heráclito, pero también Empédocles, Parménides o Zenón, por ejemplo, serán resplandeciente paradigmaő en que aún no se había dividido a la filosofía y a la poesía como dos compartimientos estancos, separados, con dominios distintos y casi impenetrables entre sí, tampoco podría haberse asumido esa escisión, como desgraciadamente después llegó a ocurrir, "profesionalmente". El logos griego era al mismo tiempo palabra, verdad y realidad, y no se limita ni se parcializa sino que por el contrario se abre, se expande, se mantiene disponible (conservándose uno) para la diversidad, para el cambio.

Algo de eso hay en la forma parábola elegida por Cristo y, para otras religiones, en los textos jasídicos o sufíes, sin que se pueda aquí olvidar en absoluto al zen. La idea o su razonamiento no son presentados en forma discursiva, lineal, pretendidamente descriptiva, sino que se encarnan en la mismísima llama del lenguaje vivo, como una evidencia y no como una disquisición. Algo acerca de lo cual las modernas y recientes investigaciones científicas sobre el lenguaje han venido a traer un cuasi inesperado, insospechado aporte. Aquella escisión de que hablábamos se mantiene como una herida abierta a todo lo largo del derrotero de la cultura occidental. E intentó őy logróő ser soldada una y otra vez por las grandes individualidades o los grandes movimientos de la poesía.

El mar de Homero, el mar de Moby Dick, el mar de Joseph Conrad, por mencionar sólo algunas de sus muchas memorables referencias, es también el mar de la vida (claro lugar común) y el mar de nosotros mismos, de nuestra propia interioridad, indudablemente. Pero es también el mar de las páginas de libros, el mar no menos inmenso de la literatura, y también el mar primigenio del lenguaje őcomo el otro, también claustro maternoő, que nos rodea y nos constituye, nos crea y nos implica. El lenguaje nos hace hombres. Estamos hechos de lenguaje como estamos hechos de tiempo y, por lo tanto, en consecuencia, de memoria. Y deviene entonces ilusoria (también ésta, ay) la certeza de que nos servimos del lenguaje cuando es él quien muy probablemente se sirve de nosotros.

Braceando sobre los abismos de la vida, y no de una vida cualquiera, abstracta, sino de esta vida, nuestra, actual, contemporánea, donde el destino final implementado por los propios humanos puede ser más ferozmente voraz que un tiburón o una orca, el lenguaje humano es consciente de que no es posible ya, ante tanto naufragio, intentar apenas decir sino casi milagrosamente ser, así lo haga por un instante. No otra es la ambición de la más auténtica poesía, en rigor de todo el más auténtico arte moderno. Especialmente a partir de Rimbaud.

Experiencia del fracaso de nuestra condición, pero a la vez prueba irrefutable de su presencia (así sea instantánea, como vimos) en el mundo, quizá no sean los hombres quienes hablan sino ese mar orgánico y fecundísimo del gran lenguaje humano, hecho de todos los lenguajes, de todas las civilizaciones y de todos los muertos, vida misma en sí, lengua viva inmortal mientras la humanidad exista, y que sería irrisorio pretender juzgar apenas como literatura. A ese nivel, la poesía sólo encuentra őy ofreceő preguntas.

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